Ella y yo
Me siento un poco apretado y aplastado por el peso de mis compañeros. Ayer Marisa se tomó el día para arreglar el placard. Cada vez que lo hace nos coloca en una forma tan ordenada y ajustada que se hace difícil cualquier movimiento. Con el pasar de los días la situación se va relajando.
Espero con ansias sus visitas que alivian el peso que debo soportar. Yo no soy elegido con frecuencia.
Se escuchan ruidos afuera, suena una música suave, se abre la puerta de al lado, se cierra, la voz de Marisa al teléfono y sus pasos que van y vienen.
Parece estar nerviosa.
Se abren de par en par ambas puertas de mi sección del placard. Sentimos los ojos de Marisa recorriéndonos y su mano tocando nuestras texturas.
La mano se detiene en el rojo. ¿Será el elegido? No. Los dedos ahora acarician al verde. No, tampoco. Lo abandonan. ¡Soy yo! ¡Yo soy el elegido! ¡Marisa va a salir!
Me desdobla, me expone ante sus ojos. Sus brazos extendidos me giran una y otra vez. Sus ojos me escrutan buscando algún defecto. Retira una pelusa. Toma la decisión y sus manos se introducen en mi interior. Siento sus brazos recorriendo mis mangas, su cabeza atravesando el largo túnel de mi cuello y al fin, todo su calor está dentro de mí.
– Precioso – dice, acercándose al ventanal a mirar su imagen reflejada. Ajusta mi cuello muy alto, resalta su rostro. Vamos al baño en busca del único espejo de la casa. Nos gusta la mujer que nos mira, pero aún más nos gusta mi color. Dice que es el azul del cielo en esa hora en la que finaliza el atardecer y llega la noche en los Otoños de su pueblo. Si hay poca luz se me ve negro. Con luz artificial me veo de un violeta profundo y si el sol me ilumina se me ve azul intenso.
Sonríe al espejo mientras me acaricia. Me produce placer su placer.
Una gota de perfume. El peine en su cabello. Mira la petaca de maquillaje, pero no la abre. Un dedo recorre el contorno de la boca, la mejilla, las pequeñas arrugas. Los ojos del espejo la persiguen. Mira su reloj. Mira a los ojos.
Algo está pasando. Siento los latidos aumentando su frecuencia. Su mano se levanta y me aprieta contra su pecho. Los párpados cubren los ojos en el espejo.
El teléfono suena.
Sale a la noche y en el balcón me convierto en un negro abrigo que sus brazos cruzados aprietan contra su cuerpo. Respira profundo el aire frío. Estira su cuello tratando de liberarse de la presión que se ha instalado en el hueco de su garganta.
El sonido del teléfono cesa.
Los brazos dejan de apretarme y paso al violeta profundo al introducirnos en la habitación. Elige un disco y comienzan a flotar notas que la llevan a momentos tranquilos. En la cocina, una copa se va hinchando de un aromático y ambarino vino.
El sonido del teléfono vuelve a invadir el aire violentando la armonía de la música.
Siento a Marisa temblar dentro de mí.
El teléfono entre sus manos parece un insecto nervioso. Lo mira mientras el sonido escandaliza sus oídos. Lo apaga y vuelve a colocarlo en su sitio.
Recostados en el sofá, mirando las estrellas a través del ventanal, disfrutando del vino y mecidos por las notas, terminamos la noche.
Sólo ella y yo.