La payana
Un vacío informe y sin aroma invade cada rincón de la casa. Puertas y postigos, maderas que ya no existen, franquean la entrada a la arena arrastrada desde el desierto por vientos de mil nombres. La caricia abrasiva de los minúsculos granos ha limpiado ya parte del maquillaje. El esqueleto asoma pudoroso en algunas esquinas. Sólo se escucha al viento. Es él quien marca el ritmo de la invasión y las caricias.
Siempre vuelvo a esta puerta sin madera. No importa dónde esté, qué haya hecho, cuánto haya reído, no importa …
Siempre sucede algo que me impulsa a volver a esta puerta amante de vientos y de arena.
Sentado bajo el dintel vacío observo el discurrir de las nubes que amenazan, sonríen y se alejan.
También los caminantes se alejan.
– ¿Tienes agua?
– No, no queda nada.
Me da la espalda. Antes de alejarse, voltea y me mira con desprecio
Un anciano apoyado en su bastón, con gesto galante se quita el sombrero y sonríe.
– ¿Tienes agua?
– Disculpe, no tengo nada.
Como por arte de magia su amabilidad desaparece y me lanza un improperio.
Uno a uno pasan los caminantes y, como las nubes, sonríen, amenazan y se alejan. Sólo permanecemos allí la casa, la arena, el viento y mi figura bajo el dintel vacío.
Un niño se acerca. Sujeta la visera de su gorra con una mano y esconde la otra en el bolsillo de su pantalón. Sus zapatillas rojas patean piedritas del camino. Se detiene ante mi. Me observa inclinando la cabeza.
– ¿Tienes agua?
– No me queda más. Lo lamento.
Sus ojos me miran en silencio sombreados por la gorra. Me observa.
– ¿Qué haces aquí, entonces?
– Espero que alguien me la ofrezca.
Vuelve a observarme con su cabeza inclinada y sus ojos sombreados. Se saca la gorra, la gira e introduce en ella algunas piedritas.
– Permiso, ¿me hace un lugarcito?
Se sienta a mi lado. Me extiende la gorra.
– ¿Juega conmigo a la payana?